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Del Estado de Excepción al Estado de Decepción: Honduras entre decretos y desconfianza

Le llaman “Estado de Excepción”. Pero en Honduras vivimos, desde hace tiempo, en un Estado de decepción.

Opinión por el experto en seguridad, Juan Carlos Degrandez.  

La etiqueta jurídica pretende transmitir firmeza; la experiencia cotidiana la desmiente. A fuerza de decretos y conferencias de prensa, se ha querido convertir la seguridad en una puesta en escena: estadísticas que suben y bajan con la misma facilidad con la que, en la calle, suben los asaltos, los homicidios y la extorsión que exprime a la economía popular.

Es difícil pedirle a la ciudadanía que crea en gráficos cuando cada día debe calcular la ruta menos peligrosa para volver a casa.

Como especialista, uno aprende a desconfiar de dos cosas: de los “golpes de timón” sin diagnóstico y de las métricas sin trazabilidad. Lo primero produce anuncios espectaculares que no se traducen en cambios operativos; lo segundo, espejismos. Aquí tenemos ambos.

El gobierno y la Secretaría de Seguridad convocan a los medios para presentar informes que dibujan una realidad alternativa, mientras los noticieros —tan estigmatizados por “sensacionalistas”— se limitan a ponerle rostro y fecha a lo que todos constatamos: la violencia no descansa. No es culpa del mensajero si el mensaje es rojo.

Entretanto, la presencia policial es más una promesa que un hecho. Donde la autoridad aparece, lo hace en operativos fijos que no interrumpen ciclos delictivos ni desarticulan cadenas logísticas.

La delincuencia común —la que asalta buses, roba celulares, cobra “impuesto de guerra” en mercados y barrios— conoce las rutinas mejor que nosotros. Si el patrullaje se vuelve predecible, deja de ser disuasivo; si no existe, deja de ser relevante. Y cuando se pregunta por capacidades para operaciones especiales, la respuesta oscila entre la escasez presupuestaria y la escasez de voluntad. Ambas son fallas de gestión; ninguna se corrige con ruedas de prensa.

El compromiso político de las cúpulas de Seguridad y Defensa agrega una capa de riesgo institucional. Cuando las cabezas de las fuerzas del orden son percibidas como actores de partido, el mensaje hacia abajo es inequívoco: la lealtad no se mide por resultados, sino por alineamiento.

En ese contexto, la omisión de funciones —que también es delito— se vuelve una práctica tolerada: cuarteles y oficinas que administran la inacción como si fuera prudencia, mandos que confunden neutralidad con complacencia. La seguridad pública no se degrada de golpe; se pudre por omisión.

El estado de excepción prometía recuperar territorios, romper economías criminales y aliviar a las víctimas. Si medimos por esos objetivos, no funcionó.

Las comunidades continúan en estado de indefensión y la criminalidad se adapta con rapidez darwiniana. Donde la persecución es real, migra; donde es teatral, se queda. La mejor evaluación es el comportamiento del delito, no el volumen del discurso. Y el delito, que no entiende de slogans, sigue operando.

Hay, además, una dimensión política imposible de ignorar. El estado de excepción restringe derechos que son, precisamente, los que garantizan que la sociedad pueda movilizarse, fiscalizar y participar. Hoy es difícil no concluir que la herramienta, concebida para enfrentar el crimen organizado, se usa también como mecanismo de control electoral. Reducir asambleas, procesiones cívicas y vigilancia ciudadana afecta más a la democracia que al narco; debilita al elector y fortalece al operador político. Si la excepción se vuelve regla, el costo no se mide en encuestas, sino en legitimidad.

La paradoja es amarga: se invoca la seguridad para vaciarla de contenido. Seguridad es prevenir, investigar, capturar, enjuiciar y condenar con debido proceso. Seguridad es inteligencia criminal que mapea redes, finanzas y territorios; es policía cercana que disuade y ministerios públicos que sostienen la acusación con evidencia. Seguridad no es una valla, ni un retén, ni un parte estadístico sin auditoría. Menos aún, una cadena nacional con cifras que nadie puede replicar.

¿Qué hace falta? Menos épica y más ingeniería institucional. Un sistema de gestión por resultados que mida reducción real de victimización y no solo detenciones; patrullaje inteligente con variación de rutas y horarios; operaciones especiales financiadas y evaluadas por criterios técnicos, no fotográficos; inteligencia financiera contra extorsión y narco; y, sobre todo, mando civil profesional sin ataduras partidarias.

La seguridad democrática no florece con obediencia política, sino con competencia técnica y rendición de cuentas, considerar el iniciar desde cero, no deja de ser una buena alternativa ante la crisis actual, se deben tomar decisiones y construir el escenario deseado con prontitud y paciencia a la vez, los resultados, ciertamente se verán.

El país no necesita más excepciones; necesita reglas que se cumplan. A la ciudadanía, que paga el costo de esta decepción prolongada, no le interesa el relato sino el resultado: caminar sin miedo, trabajar sin que le cobren por existir, llevar a sus hijos a la escuela sin que la ruta sea una ruleta rusa.

Si el Estado quiere recuperar autoridad, debe empezar por cumplir su parte del contrato social: proteger sin segundas intenciones, servir sin propaganda y respetar derechos siempre.

Por eso, llamémosle por su nombre: Estado de decepción. No por sarcasmo, sino por precisión. Porque la ironía, aquí, es involuntaria: se nos prometió seguridad y se nos entregó espectáculo. Y cuando la seguridad se convierte en espectáculo, la vida de la gente se vuelve la escena del crimen.

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