En cualquier democracia funcional, la Policía Nacional es una institución apolítica, profesional, al servicio exclusivo del Estado y de los ciudadanos, con la misión de garantizar el orden público, proteger los derechos individuales y combatir el delito con base en la ley.
Opinión: por el experto en seguridad, Juan Carlos Degrandez.

Sin embargo, lo que está ocurriendo en nuestro país representa un preocupante retroceso institucional: el liderazgo actual de la Policía ha adoptado una postura claramente subordinada al gobierno de turno, desdibujando los límites entre una fuerza profesional y el activismo político.
El actual Ministro de Seguridad, un general con formación, pero muy poca acción, asumió el cargo con promesas de transformación, transparencia y recuperación de la confianza ciudadana.
En sus primeros discursos, apeló al profesionalismo, al servicio despolitizado y al respeto por los derechos humanos, lo que generó expectativas positivas en una ciudadanía harta de corrupción y arbitrariedad. No obstante, en la práctica, su gestión ha evidenciado un alineamiento ideológico preocupante con el partido de gobierno.
Las comparecencias públicas del general se han tornado en discursos políticos, con duras críticas a los gobiernos anteriores —una conducta impropia para un funcionario policial de alto rango— y una defensa abierta de la administración actual, no solo en lo institucional, sino también en lo ideológico.
Este tipo de activismo rompe con el principio de neutralidad política que debe regir a cualquier cuerpo armado del Estado, y sienta un precedente grave: la instrumentalización de la fuerza pública como brazo de propaganda gubernamental.

Otro de los pilares de este deterioro institucional es la manipulación de estadísticas. Bajo esta nueva administración, los informes oficiales muestran reducciones abruptas en índices de criminalidad que no se reflejan en la realidad percibida por la población. La ausencia de datos auditables, la opacidad en la metodología y la falta de rendición de cuentas apuntan a una estrategia de maquillaje estadístico con fines políticos.
No se combate el crimen reduciendo los números en un boletín, sino con inteligencia, profesionalismo y compromiso ético.
Esta práctica no solo mina la credibilidad de la Policía, sino que también impide la formulación de políticas públicas serias y basadas en evidencia. Las estadísticas deben ser una herramienta de diagnóstico, no un instrumento de propaganda.
Se ha documentado, además, una creciente tendencia al adoctrinamiento interno. Actividades de formación y discursos oficiales promueven abiertamente ideas afines al gobierno de izquierda, erosionando la pluralidad de pensamiento dentro de la institución. Esto genera un clima de presión ideológica incompatible con la ética profesional y con los principios de subordinación exclusiva a la ley.
La lealtad institucional se está transformando en lealtad partidaria, lo cual representa una amenaza directa a la independencia funcional de la Policía y un riesgo a largo plazo para la estabilidad democrática.

Un Equipo de Fútbol con Dinero de Seguridad Pública
El colmo de esta desnaturalización institucional ha sido la reciente creación de un equipo de fútbol profesional con fondos provenientes del presupuesto de seguridad. Mientras las comunidades enfrentan el avance de la criminalidad organizada, la precariedad de recursos para investigación criminal y la inseguridad en zonas rurales y urbanas, la alta dirección de la Policía decide invertir en una actividad completamente ajena a su misión constitucional.
No se trata de oponerse al deporte, sino de denunciar la desviación de recursos públicos para proyectos que no contribuyen a mejorar la seguridad ciudadana. Esta acción constituye un mal uso del erario, una prioridad institucional mal orientada y una forma burda de ganar “Likes” en redes sociales
El país necesita una Policía Nacional profesional, apartidista, eficiente y comprometida con la legalidad. La situación actual debe preocupar no solo a los expertos en seguridad, sino a toda la sociedad civil. La politización de las fuerzas del orden es un síntoma de degradación democrática y un camino peligroso hacia el autoritarismo.
Urge una revisión institucional profunda, con mecanismos de control externo, auditorías independientes y una ciudadanía activa que exija rendición de cuentas. La seguridad pública no puede seguir siendo sacrificada en el altar de la propaganda política. La patria merece una Policía al servicio del pueblo, no del poder.