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De nada sirve el software cuando el que lo opera quiere fraude

Honduras vive una etapa de fragilidad institucional en la que el poder parece haberse convertido en un botín, no en una responsabilidad.

Opinión por el experto en seguridad Juan Carlos Degrandez

El país ha quedado en manos de quienes ven en la política un medio para enriquecerse o perpetuarse, utilizando la ley como escudo y el caos como estrategia. Los hechos recientes, especialmente los que rodean los procesos electorales, revelan una maquinaria que no solo carece de transparencia, sino que está diseñada para mantener a la ciudadanía confundida, cansada y dividida.

El proceso electoral debería ser la expresión más alta de la voluntad popular. Sin embargo, lo que hemos visto en los últimos años es un espectáculo costoso, controlado y lleno de sombras.

La tecnología, que debería ser garantía de confianza y modernización, se ha transformado en un terreno de duda. Empresas extranjeras manejan sistemas que cuestan millones, pero que terminan generando más incertidumbre que certeza.

Los servidores, las transmisiones y los resultados se convierten en instrumentos de manipulación política. La sofisticación técnica sin supervisión ética se vuelve un arma peligrosa, especialmente en un país donde la impunidad es norma.

El problema no está en la tecnología en sí, sino en las manos que la controlan. Un sistema electoral digital puede ser transparente si hay voluntad de rendir cuentas; pero en manos de quienes conspiran desde dentro, cada voto digitalizado puede ser alterado, cada transmisión puede ser ralentizada, cada error puede ser excusa para justificar el fraude.

La desconfianza no nace del software, sino del silencio cómplice que lo rodea.

Esta fragilidad tecnológica refleja algo más profundo: la crisis moral de quienes deberían garantizar la democracia. No hay servidores que sustituyan la honestidad, ni algoritmos que compensen la falta de ética. Honduras necesita tecnología moderna, pero más aún necesita funcionarios y ciudadanos íntegros, capaces de resistir las presiones y decir la verdad, incluso cuando hacerlo signifique enfrentarse al poder.

 

Nos quieren temerosos, creyendo que nada se puede cambiar, que todo está decidido. Pero la historia enseña que los pueblos no se salvan por sus sistemas, sino por su gente. Los corruptos pueden comprar voluntades, manipular procesos y fabricar victorias, pero no pueden detener la convicción de una ciudadanía que decide no rendirse.

Por eso, este no es un llamado a la desesperanza, sino al valor. A la valentía de quienes, desde su trinchera —sea en una mesa electoral, una oficina, una comunidad o una escuela— deciden seguir haciendo lo correcto. No se trata de enfrentarse con odio, sino con firmeza. No se trata de gritar más fuerte, sino de resistir con dignidad. 

Porque el futuro de Honduras no depende de los que hoy manipulan los sistemas, sino de los que todavía creen en un país justo, libre y grande. Y mientras existan hondureños dispuestos a defenderlo sin miedo, por convicción y por amor, todavía hay esperanza.

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