El general Ramiro Muñoz, exdirector del Instituto Nacional Penitenciario (INP), ha confirmado su salida de las Fuerzas Armadas de Honduras luego de negarse a aceptar el cargo de agregado militar en Nicaragua.

La decisión, que inicialmente parecía personal, ha revelado un trasfondo institucional tenso y cargado de presiones internas que exponen fisuras en la estructura castrense hondureña.
Según trascendió Muñoz, fue percibido como un “castigo” por parte de la cúpula militar, a raíz de desacuerdos políticos y operativos. “No voy a países con los que no comparto, aparte que es por castigo”, expresó el general, quien además denunció que su negativa fue respondida con amenazas, auditorías y presiones para abandonar la institución.
Fuentes militares revelaron que, tras rechazar el traslado, se le inició una auditoría sobre su gestión en el INP, con señalamientos de presunta corrupción.
La baja de Muñoz no puede entenderse como un simple desacuerdo administrativo. Su salida se produce tras una serie de tensiones acumuladas, incluyendo su remoción del INP en julio por solicitud de la presidenta Xiomara Castro.
En ese momento, Muñoz defendió su gestión como una intervención histórica en el sistema penitenciario, pero su relación con la cúpula militar ya mostraba signos de desgaste.
El episodio también refleja una práctica preocupante: el uso de cargos diplomáticos como mecanismos de castigo o exilio institucional. En lugar de representar una distinción profesional, el nombramiento como agregado militar se convirtió en una herramienta de presión, lo que pone en entredicho la ética del mando y la autonomía de los oficiales.
La salida de Ramiro Muñoz no es solo la historia de un general que se negó a ir a Nicaragua. Es el reflejo de una institucionalidad militar que, lejos de fortalecer la meritocracia y el respeto a la carrera profesional, recurre a prácticas coercitivas para imponer disciplina.
Si las Fuerzas Armadas aspiran a ser un pilar democrático, deben abandonar la lógica del castigo y abrazar la transparencia, el respeto y el diálogo. Porque en democracia, la obediencia no puede ser ciega, ni la disidencia un delito.